Justo Serna
(Publicado en versión catalana en L’Espill, núm. 16, 2004, págs. 150-162).
(Publicado en castellano en
Prohistoria, núm. 8, 2004, Rosario, Argentina, págs. 137-150).
1.
Nacido en Breslau en 1897 y fallecido en Ámsterdam en 1990, Norbert Elias es un
autor de referencia, un afamado sociólogo al que debemos obras importantes y
ensayos audaces acerca del curso histórico moderno. Su nombre figura a la altura de otros importantes científicos
sociales, y su aportación es controvertida y necesaria, discutible e
interesante: nos permite interrogarnos sobre la sociedad, el individuo, sobre
la historia común y la vida irrepetible. La tesis que le dio mayor fama fue con
la que él tituló uno de sus libros más célebres, El proceso de civilización,
y con esa descripción se refería al tránsito de la Europa guerrera a la Europa
cortesana, a la creación, a la generalización y a la internalización de
controles y tabúes que permitieron contener y reprimir a los individuos
interiormente. La concepción, admitámoslo, resulta muy atractiva para muchos de
sus lectores, sobre todo si lo que nos proponemos es reflexionar acerca de las
formas históricas de lo privado y de la intimidad, los modos en que los
occidentales, particularmente, adoptaron y adaptaron el concepto y la práctica de vida propia, de vida reservada y
preservada. La fama que le acompañó y aún le acompaña a Elias, incluso después
de muerto, se debe a que es autor de un esquema de sociología histórica que
para muchos resulta convincente, un esquema majestuoso, de gran ambición
explicativa, que daría cuenta del proceso multisecular experimentado por la
mentalidad europea moderna.
Pero lo que también llama la atención
de su caso, aquello que ha despertado tantas adhesiones en los últimos años, es
la pronta ideación de unas tesis, ya maduras en los años treinta, y la
incomprensible demora de su difusión y reconocimiento internacionales, algo que
sólo empezaría a partir de 1969. Habiéndose doctorado en filosofía en 1924,
habiendo cursado estudios posteriores de sociología, Elias abandonaría la
Alemania de 1933, instalándose en Gran Bretaña, tierra de promisión y de acogida
para un judío amenazado como era él. Fue allí en donde salvó la vida, cosa que
ya no pudieron hacer sus progenitores, pues el padre falleció en Breslau en
1940 y la madre murió en los hornos crematorios de Auschwitz. Fue allí, en Gran Bretaña, en donde dio comienzo a la
redacción de El proceso de civilización (1936). Visto
retrospectivamente, se entiende el entusiasmo que la obra de Elias ha
despertado: tratar ya en los años treinta un tema como la contención civilizada
moderna es algo que lo adelanta a los avances de la historiografía. De hecho,
como más adelante veremos, lo verdaderamente significativo de su tesis no es el
presunto acierto de su esquema, la solución que le daría al proceso, muy
discutibles, sino la exacta elección del objeto, auxiliado, según yo creo, por
Émile Durkheim, por Max Weber y por Sigmund Freud. En un momento en que la historiografía aún era esencialmente
política o en una etapa en que la disciplina comenzaba su desarrollo
económico-social, Elias opta por tratar la contención, las reglas que reprimen,
las normas que socializan, los frenos que detienen el ejercicio particular de
la violencia. Recuérdese, por ejemplo, que Durkheim abordaba la dimensión moral
de la división del trabajo, la incapacidad creciente de los individuos para
bastarse, los vínculos que nos atan y que nos ayudan a sobrevivir. Recuérdese
también que Weber se ocupaba de la morigeración, de la contención del gasto, de
la reinversión productiva dictada por una dimensión ética que premia el ahorro
y condena el despilfarro de cada uno. Recuérdese, en fin, que Freud se ocupaba
de la estructura psíquica ignota del individuo, del inconsciente, pero también
de las prescripciones interiorizadas que nos regulan moralmente. Los objetos de
Elias eran un acierto temático y revelaban una gran intuición que muchos
historiadores de entonces no supieron ver o tener. Por eso, una obra de esta
naturaleza sería vista a partir de los setenta como una investigación muy
actual, muy cercana a la nouvelle histoire, incluso muy próxima a la
última historia cultural que después se cultivó. Por eso, a Elias se le admitiría como a un audaz precursor que
había sabido sortear barreras disciplinarias y académicas.
A pesar de haber transcurrido más de
una década desde su muerte, la influencia de Elias no decrece y su obra se
empareja con los grandes del pensamiento contemporáneo. Así, por ejemplo,
dentro de la célebre colección de los Sage Masters fo Modern Social
Thought Series, a este sociólogo ya
se la han dedicado sus respectivos sus volúmenes, dirigidos por Eric Dunning y
Stephen Mennell, y su nombre figura junto a los de Roland Barthes, Harold
Garfinkel o Jacques Derrida entre otros. Se le ve como a uno de los más grandes
sociólogos de la pasada centuria y, según señala el reclamo mercantil, la
repercusión de su obra aún no habría producido todos sus efectos. Sin embargo,
contemplada en su adecuada perspectiva contextual, la obra de este pensador no
sería tan sorprendente, según hemos apuntado. En efecto, él mismo se encargaría
de reseñarla humildemente en un volumen autobiográfico. Sin embargo, los
énfasis no serían los mismos, puesto que para su autor dicha obra sería
heredera y mediadora de la gran tradición sociológica alemana, la que sobre
todo se encarna en los Weber, en Max y Alfred Weber, y, por supuesto, en Karl
Mannheim. Él insistió en esa deuda particular, la admitió, proclamó su relación
con estos autores citados y mostró también su admiración por Karl Marx, por la
gran audacia teórica de Marx. Aunque subrayó esas afinidades en sus memorias
intelectuales, no se reconoció seguidor fiel de ninguno de ellos y por ello
quiso desarrollar una labor de mediación, de equidistancia, superadora de las
antinomias sociológicas (cultura-sociedad, individuo-colectividad, etcétera)
que habrían enfrentado a sus predecesores. Más aún, contemplándose a sí mismo
como un francotirador, concibió su obra como un gran desvelamiento frente a
ideologías, mitologías, velos, deseos, máscaras, ilusiones, fantasías,
falsedades, idealismos, irrealismos, desfiguraciones y otros saberes o figuras
paternales o maternales que ocultarían la realidad. Ese término, desvelamiento,
y sus palabras asociadas no son mías, sino suyas, y expresan una a una la intención, el objetivo y la labor de
quien aspiraba a hacer ciencia de la sociedad, de quien esperaba desarrollar
una sociología científica. Son palabras, es una meta y son, sobre todo, un
estilo y una pretensión que lo avecindan, por ejemplo, con su colega Pierre
Bourdieu. De hecho, el propio sociólogo francés reconoció en varias ocasiones
la afinidad que su obra tenía con la de su viejo colega alemán, como también lo
ha reconocido una aventajado lector de ambos, el historiador Roger Chartier,
quien a la vez ha subrayado la cercanía de esos enfoques al análisis de Michel
Foucault. Fue tan significativa la contribución de Elias, que sus seguidores
inspirados por él, verdaderamente numerosos, aprueban ese diagnóstico, esa
autoevaluación (la del desvelamiento) y celebran su condición de pionero y su
tarea ímproba: la resolución de grandes y graves problemas históricos y
sociológicos que, bien mirados –dice Elias--, no son más que falsos problemas.
Con todo el respeto que me merece un autor tan prestigioso, con una obra
temprana tan madura y tan aplaudida después, reveladora de una sutil intuición,
yo quisiera manifestar varias dudas que tengo sobre su esquema analítico, sobre
la solución que da: la verdad, no estoy muy seguro de que Elias haya superado
esos viejos y dudosos problemas que él se plantea y cree resolver. Desde luego,
no creo ser el único que pone reparos a la tesis que el autor defiende. En los
últimos tiempos, por ejemplo, y entre otras críticas, hemos podido leer páginas
duras y acerbas sobre su obra en la pluma de Daniel Gordon. Este analista
revisa polémicamente la trayectoria del sociólogo y cree observar afinidades
con una ideología nacionalista alemana, pero sobre todo analiza las razones que
según él, habrían favorecido su recepción entusiasta en la Francia de los
ochenta: en un contexto de crisis
intelectual, muchos de sus lectores habrían visto en su obra un artefacto
crítico posmarxista, un instrumento de debelación de las jerarquías sociales.
Roger Chartier le ha respondido con severidad, denunciando el
reduccionismo de Gordon y negando la atribución “sectaria” del que pecaría el
historiador francés al tomar a Elias como la fuente de un esquema lineal y
determinista de la historia. Por mi parte, no trato de emprender la enésima
debelación del gran autor y de sus ideas. No tengo avales ni solvencia suficiente
para adoptar un enfoque iconoclasta. Tampoco me motiva inquina ni animadversión
particulares. Ahora bien, de lo que se trata es de establecer un diálogo
crítico que nos enriquezca, que nos
haga aprender cosas que ignorábamos tomando en este caso a un gran
interlocutor.
En ese sentido, diré que de Elias sobre todo me incomoda la
macroperspectiva que adopta, la sociología histórica que le permite emprender
recorridos seculares, incluso milenarios, que tienen algo de grandioso
determinismo. Para un historiador modesto y, sobre todo, para un historiador
apegado al fragmento de la realidad que le toca investigar, gustoso de lo
concreto y reacio a la gran especulación teórica, la titánica reconstrucción de
varios siglos que Elias emprende en sus obras ha de dejarle boquiabierto, lleno
de dudas. Verá en ese esfuerzo un empeño gigantesco, casi decimonónico. La
sociología tal y como Elias la concibió es una disciplina que persigue la
sistematización histórica generalizante en el siglo de Walter Benjamín, una
perspectiva antiindividualista que hace de la descontextualización su meta, de
la abstracción su medio, del presente su corroboración, y del pronóstico, de la
predicción audaz, su conclusión. Esto, la verdad, me resulta muy objetable.
Veamos por qué. Si aclaramos este último punto, quizá pueda verse la razón por
la cual el esquema de Elias es muy discutible.
2. La predicción no es un asunto
circunstancial en su obra, sino una consecuencia importante de su
perspectiva. Como antes decíamos, uno
de los temas que siempre le preocuparon a Norbert Elias fue el de la violencia,
el de la contención de la violencia, el de la inhibición de la violencia entre
individuos y entre Estados. Ésa es la base de El proceso de la civilización y de La sociedad cortesana, pero también es el fundamento de la mayor
parte de su obra, incluso la dedicada al tiempo presente. A mediados de los
ochenta, en 1985 para ser más exactos (y ahora se verá por qué soy tan
detallista con la fecha), publicaba un libro titulado Humana Conditio. Concebido como un análisis histórico de la guerra,
emprendía, además, una evaluación del siglo XX, de la política de bloques que
enfrentaba a Estados Unidos y a la URSS. Bien documentado, con la prudencia que
cabe suponer a un especialista, con el compromiso y el distanciamiento que
quiso hacer suyos, Elias se aventuraba pronosticando acerca de la
inevitabilidad inmediata de la guerra, acerca de la suicida política bélica a
que se verían arrastrados los dirigentes rusos si la carrera armanentista la
ganaban los norteamericanos. Aun siendo una obra bienintencionada y cautelosa, he de decir que pocos libros he
leído que se hayan mostrado tan desacertados acerca del futuro previsible y
probable que finamente se cumplió. Para sostener ese diagnóstico tan erróneo,
el autor decía basarse en la información abundante que había reunido sobre el
pasado de Europa. Poco tiempo después de afirmar lo que afirmó caía el régimen de Moscú, derrotado por unos
Estados Unidos que habían ganado la guerra fría, desmintiendo, pues, los
pronósticos de Elias. Aunque no pudo ver la desaparición de la URSS en 1991, sí
que llegó a tiempo de contemplar el derrumbe del sistema soviético. Pero Elias
no se arredró ni trató de maquillar su fracaso predictivo y no sabemos si acabó
por sacar consecuencias de sus propios errores.
No había concebido la posibilidad de
un Gorbachov, simplemente porque en su concepción antiindividualista, la
decisión audaz de un hombre no cambiaba nada. O quizá sí. En 1987, cuando
publicaba la edición definitiva de La
sociedad de los individuos cambiaba algo las predicciones hechas sobre la
inevitabilidad de la guerra, pero sin apearse de los extravíos anteriores y sin
conceder demasiado a lo que los individuos pueden hacer cuando toman decisiones
morales, decentes, corajudas, decisiones que les llevan a enfrentarse a lo
irreparable, a lo fatal. Insisto, es
ese tono antiindividualista, holista en suma, y pesadamente predictivo lo que
incomoda en primer lugar de Elias. Este
tipo de predicciones tan tajantes, tan rotundas, son algo propio de los
determinismos, de los positivismos y, en general, de todas aquellas
concepciones que esperan ver para prever, que esperan hallar las leyes ocultas
o visibles de lo social, como si del orden natural de la física se tratara, haciendo
posible una previsión razonable. Aunque no se diga de modo expreso la esperanza
predictiva se funda en la idea mecanicista de ley, en la convicción de que el
saber dará con las reglas de funcionamiento del orden, de un orden justamente
mecánico y previsible. Hoy sabemos que no hay pronóstico importante que acierte
ni especialistas cuyos diagnósticos sean inapelables. Pero, claro, Elias es
hijo de su tiempo y es hijo de aquella esperanza predictiva que él aprendió en
Marx.
Llegados a este punto, citado Marx,
convendría dar alguna pista acerca de los conceptos de Elias, de algunas de las
fuentes básicas que hemos citado y de su originalidad. En este sentido, y
aunque sé que esta declaración tal vez deje a muchos indiferentes, diré que a
algunas de las ideas centrales de Elias no siempre les veo la novedad que
tantos colegas le atribuyen. Sé que hablo de un investigador distinguido, de un
autor que ya no está en capacidad de defenderse, pero a la vez no puedo dejar
de subrayar lo que me parece obvio: que algunos de sus logros, interesantes y
fecundos para muchos, no son tan revolucionarios como tantos pretenden. La
deuda con Freud o con Durkheim, la dudosa aplicación de un freudismo implícito
a la historia, la enésima aplicación del durkheimismo para superar antinomias
de la sociología, son los principales reproches que le hago. De la huella de
Freud en Elias es de lo que ahora mismo me ocuparé. Pese a lo que él mismo
declara --la fidelidad y la distancia con los Weber o con Mannheim--, Norbert
Elias es sobre todo un deudor de Sigmund Freud y de Émile Durkheim. Al primero,
por ejemplo, lo cita con alguna frecuencia, por supuesto, lo homenajea en
ciertas ocasiones, aunque no siempre sus tributos rinden exacta justicia a todo
lo que el sociólogo debía al creador del psicoanálisis. Al segundo alude a él
en la introducción de 1968 de El proceso
de la civilización y sólo como excusa o referente previo de unas ideas que
Elias le discute a Talcott Parsons, entonces tan en boga. Ocupémonos de Freud.
¿Es eso una pega, la huella indeleble
que particularmente Freud dejó en Elias? No, por supuesto, el autor de El malestar en la cultura fue un genio
polémico y su obra sigue fertilizando las más diversas perspectivas, aún abre
vías sugestivas para seguir interrogándonos sobre la condición humana. La pega
es de otra índole. A pesar de que alude a Freud, a pesar de que se compara con
él, las obras de Elias no le rinden debida justicia, pues lo parafrasean, le
toman prestados conceptos, ideas, esquemas e intuiciones que no siempre cita
adecuadamente, préstamos que no siempre reconoce expresa, explícita,
extensamente. ¿Por qué razón? ¿Por deshonestidad intelectual? No, por cierto,
sino por la extrema dependencia, por la profunda asimilación del freudismo.
Elias nos transmite tesis como propias que son sobre todo una reelaboración,
una revisión o un desarrollo de Freud, más documentado, con mayor erudición
histórica. La tesis misma que sustenta en El
proceso de la civilización y, en general, las ideas que de ella se derivan
y que enriquecen toda la obra posterior de Elias son de raigambre freudiana. Y,
sin embargo, el sociólogo no cita su nombre, no lo homenajea expresamente, no
le rinde el adecuado tributo, ni en el cuerpo central del libro, ni en el
prólogo de 1936, ni en la introducción de 1968. Sólo fuera de sus obras
mayores, en textos circunstanciales o en entrevistas posteriores admitirá esa
deuda. En 1985, por ejemplo, Roger Chartier interrogaba a Elias sobre estos
asuntos, un diálogo aparecido en Libération. A la pregunta de si podía
precisar cuál era su relación con el creador del psicoanálisis, el sociólogo
respondía: “Sin Freud, yo no habría podído escribir lo que escribí. Su teoría
fue esencial para mi trabajo y todos sus conceptos (yo, super yo, libido, ello,
etc.) me resultan muy familiares. Pero Freud durante su vida estudió a hombres
y mujeres que vivían a fines del siglo XIX ya comienzos del XX, y, a la manera
de las ciencias de la naturaleza, forjó sus conceptos como si la estructura de
la personalidad que observaba fuera la de todos los seres humanos (...). De ahí
la necesidad de emplear otros términos y otros conceptos que los de Freud para caracterizar las economías psíquicas
antiguas. Por ejemplo, no se puede hablar de un super yo del hombre medieval.
El problema radica en comprender cómo y por qué emergió progresivamente la
estructura de la personalidad que describe Freud”. Si esto es así, entonces El
proceso de la civilización es una obra absolutamente dependiente de la
perspectiva freudiana y no sólo un correctivo histórico.
¿Cómo fue posible sombrear la
influencia de Freud en la literalidad de dicho libro cuando la contención de
los instintos es a la vez un diagnóstico que se debe expresamente a Freud, a su
idea de represión pulsional? Permítaseme corregirme y plantearlo de otra
manera. Cuando Elias hablaba en su obra temprana de la contención de los
instintos, ese proceso de creación del individuo moderno, sí que mencionaba el
psicoanálisis pero presentándolo como un “enfoque inverso”, reprochándole el
carácter “ahistórico” con que concebiría el “inconsciente”, ese “ello”
ahistórico. Se trata, pues, de un cargo que repetiría muchas veces y, según
hemos visto, cincuenta años después en la entrevista de Chartier. Sin embargo,
en las páginas de El proceso de la civilización no menciona el nombre de
Freud, a pesar de que a partir de esta obra se apropia de sus conceptos
seminales (“ello”, “yo”, superyó”), que después reaparecerán, por ejemplo, en La sociedad de los individuos, de 1939.
Hay que situarse en esa década, en los años treinta, para comprender lo
extraño, lo audaz, lo temerario de su actitud; lo que podía significar escribir
una obra como El proceso de la
civilización antes de cumplir los cuarenta años operando con categorías muy
próximas a las de Freud y no quedar derrotado por la estela, la huella y la
influencia del genio mundialmente reconocido, odiado, admirado, en la cima de
su notoriedad. El malestar en la cultura,
el célebre ensayo freudiano con el que tantas concomitancias tiene El proceso de la civilización, se había
publicado en 1929 y señala el momento de su mayor ideación sociológica y
antropológica, la etapa de su mayor influencia. Sin embargo, no hay huella
expresa de esa obra en el volumen de Elias, a pesar de que contiene un esquema
sobre la cultura como represión y como prótesis que es decisiva en el
pensamiento del siglo XX.
Pero olvidemos de momento las citas
explícitas a Freud, lo cicatero que Elias llega a mostrarse para mencionarlo, y
concedámosle la razón en su reproche para ver qué ser deriva de ello. Quiero
decir, concedámosle que no hay un “inconsciente ahistórico” como presuntamente
defendería Freud o que no hay un “superyó del hombre medieval”, como le
confesaba a Chartier. En ese caso, como dice Elias, la represión pulsional o,
en sus propios términos, la contención de los instintos sería un proceso de
civilización seguido durante siglos. Creo, francamente, que hay aquí un escollo
dificil de resolver: si Freud le atribuye al “ello” un carácter ahistórico
sería por ser propio de la naturaleza humana, por formar parte de la energía
característica de los seres humanos, por ser sustancialmente igual la demanda
natural que mueve originariamente a los individuos. Si la maduración freudiana
del niño (la civilización o individualización históricas de Elias) pasa por la
inevitable y nunca perfectamente consumada represión, en ese caso los
representantes de las pulsiones amenazan con emerger constantemente. Madurar no
es reprimir hasta hacer desaparecer o amputar lo salvaje o precivilizado, sino
establecer un equilibrio entre las urgencias del “ello” y las demandas sociales
del “superyó”. Como se sabe, el “superyó” freudiano es un tribunal de
conciencia que cada uno de nosotros habría adquirido paulatinamente por el
simple hecho de vivir en sociedad, y es también un ideal del yo, una meta
siempre inalcanzable de lo que desearíamos ser. Madurar es –insisto—encontrar
un equilibrio, una armonía siempre inestable. ¿Qué es entonces para Elias el
proceso de la civilización, de cuya
vecindad con Freud ya no nos puede caber duda?
3. Para explicarme mejor me apoyaré en
un historiador cercano, en ese colega distinguido que entrevistaba al propio
Elias. Me refiero a Roger Chartier. Como se sabe, a Chartier se le debe
probablemente la principal tarea de difusión de la obra de Elias en Francia y
siempre que puede lo menciona como aval de sí mismo, como referente intelectual
de sus propias investigaciones. Es más, algunas de esas traducciones del
sociólogo alemán cuentan con documentadísimos y ajustados estudios de este
historiador galo que contextualizan dicha contribución. En vez de basarme en
esa tarea erudita, editora e historiográfica de Chartier, me voy a apoyar en un
texto menor, en un texto incluso circunstancial del propio historiador francés.
Se trata de una nota marginal aunque decisiva, muy reveladora, que Roger
Chartier hiciera al denominado debate Goldhagen. Esta polémica historiográfica
y política, y moral y cultural, se desató en la segunda mitad de los años
noventa a raíz de la publicación de Hitler's Willing Executioner: Ordinary
Germans and the Holocaust (1996). Como se sabe, la controversia que suscitó
ese volumen se debió al papel que Goldhagen atribuía a los alemanes corrientes
en la persecución de los judíos, la responsabilidad por acción o por omisión
que los ciudadanos del Reich habrían tenido en el consentimiento o en el
desarrollo de la “solución final”. En un volumen argentino, en donde se recogen
algunas de las contribuciones más significativas hechas a ese debate, hay un
texto breve de Roger Chartier titulado “Elias, proceso de la civilización y
barbarie”, un texto breve y circunstancial pero muy revelador. Anotaba Chartier
releyendo a Elias que el proceso de civilización es, en efecto, un desarrollo
del autocontrol, un desarrollo histórico, secular, de los frenos que contienen
al salvaje o al bárbaro que fueron nuestros antepasados. Este proceso –insiste
el historiador francés— no fue ni es “lineal ni ineluctable, sin rupturas ni
retrocesos”. El propio Elias había dicho algo similar y lo había hecho para
oponerse al teleologismo y al determinismo que en una lectura precipitada cabía
imputarle a su radiografía de la Europa moderna. ¿Por qué Chartier también
insistía en ello? Porque si tomamos el proceso descrito por Elias en términos
ineluctables, la tesis podía ser desmentida por la prueba incontestable de la
barbarie nazi. Si el siglo XX es la época del Holocausto y del Gulag –añadiría yo--, entonces cómo
aceptar la civilización paulatina y sedimentada que se habría impuesto a lo largo
de los siglos en la Europa moderna. El propio Elias ya había hecho suyo ese
cargo tratando de darle una cumplida y satisfactoria respuesta al reproche
histórico, y así, en un libro originariamente publicado en 1989, el último que
publicara en vida (Studien über die
Deutschen) se interrogaba sobre la naturaleza de la Alemania contemporánea. Se interrogaba sobre
la barbarie y sobre el tipo especial de barbarie que habría aquejado a sus
compatriotas gentiles. La conclusión más llamativa de aquel grueso volumen era
que lo experimentado en su país en el siglo XX habría sido un “proceso de
descivilización”, una barbarización –añade Chartier--, un retorno de la
violencia, una regresión.
Permítaseme
resumir lo básico, basándome para ello en la versión inglesa, una edición más
completa que la alemana y que, además, cuenta con un interesante prefacio de
Eric Dunning y Stephen Mennell, del que sería deudor el propio texto de
Chartier. En ese prólogo, sus autores admiten que la difusión de dicho libro
ayudará a corregir el error intelectual que convierte el proceso de la
civilización como una teoría optimista, unilineal, progresista. Gracias a The
Germans, insisten Dunning y Mennell será posible reconocer el lugar que
ocupan los procesos de descivilización, ya que el propio Elias acabaría
admitiendo que civilización y descivilización son procesos que pueden darse
simultáneamente en una determinada sociedad, en alguna sociedad, y no sólo
entre distintos sociedades en diferentes momentos del tiempo. El ejemplo, claro
está, es el de Alemania y de lo que se trata es de averiguar “cómo influye el
destino de un pueblo a lo largo de los siglos en el carácter de los individuos
que lo forman'', una idea que ya había expresado rotundamente en Humana
Conditio (1985) cuando decía que había que preguntarse “qué rasgos del
carácter nacional alemán hicieron posibles las inhumanidades del Tercer Reich”.
En este sentido, se responde admitiendo que el carácter alemán está vinculado
al proceso de formación del Estado, el cual se habría iniciado mil años atrás
con el asentamiento de las tribus germánicas al oeste del río Elba. La fragilidad de su territorio, ocasionada
por su situación geográfica, y la erosión de los poderes centrales desde la Edad
Media, habrían provocado una debilidad estructural del Estado y, por tanto, una
ocupación del espacio por ejércitos extranjeros. Ello habría configurado, tal
vez desde la Guerra de los Treinta Años, unas actitudes persistentes en los
alemanes: la esperanza de recuperar la antigua grandeza, el Reich fantástico de
la Edad Media, un temor incurable a la debilidad, un sentimiento frecuente de
humillación, de deshonra, y, a la vez, una reparadora y no menos fantasiosa
ensoñación vengativa.
Frente
al caso francés, frente a los modelos urbanos de discusión, de acuerdo, las
rupturas y discontinuidades en el desarrollo del Estado alemán excitarán los
modelos militaristas de mando y obediencia. Tales modelos militaristas, lejos
de ser sólo una cosa del pasado, serán asumidos por la propia burguesía, sobre
todo a partir de 1871. Con ello mostraba una debilidad y una capitulación
frente a la nobleza. Por eso, Alemania llegaría al siglo XX sin que hubiera
decaído el recurso a la prepotencia y a
la violencia, una de las condiciones necesarias para el advenimiento de Hitler
al poder. Otra condición necesaria fue, al final de la Primera Guerra Mundial,
el revanchismo de ciertos sectores de la clase media y alta, incapaces de
movilizar a las masas a favor de una guerra restauradora de un
Reich soñado. ¿Qué es lo que ha sucedido en Alemania? El despliegue de una
brutalidad anticivilizatoria, en consonancia con la fragilidad del monopolio
estatal de la violencia: todo ello habría agigantado el peso del militarismo,
de las instituciones autoritarias, de la desigualdad social. Para Elias, el
conocimiento de la historia permitirá adoptar una actitud adecuada y crítica
para así enfrentar las amenazas presentes y futuras de barbarie. Es preciso
evitar la caída de la civilización, las recaídas; es preciso esforzarse en la construcción
de la civilización, ya que no es algo definitivo; que los alemanes debatan y
analicen su identidad y unión nacionales, evitando las fantasías colectivas de
grandeza nacional, evitando la melancolía de pasados gloriosos.
Civilizarnos ha exigido un proceso de
siglos de fortalecimiento del Estado, podríamos anotar con Elias. Generaciones
y generaciones de cortesanos y de burgueses habrían hecho suyas en Francia, por
ejemplo, la contención, la represión interior, la morigeración, la vergüenza, las
buenas maneras, esas buenas maneras que se materializan, por ejemplo, en los
manuales de urbanidad y que permiten rivalizar sin el combate. En efecto, Elias
había concedido una gran importancia a la vergüenza y a la rivalidad sublimada
como factores decisivos de la racionalización pública del comportamiento. Los
“escrúpulos” que habrían aprendido nuestros antepasados para acceder a la vida
adulta y pública, visible, de la Corte son formas de autocoacción, de
prudencia, de previsión: “la racionalización del comportamiento –leemos en El proceso de la civilización— es una expresión de la política exterior de la
misma constitución del super-yo, cuya política interior se expresa en un avance
de los límites de la vergüenza”.
No es mi propósito ni tengo avales ni
competencia para desmentir la importancia histórica que tiene el desarrollo del
autocontrol en la modernización de la sociedad, o el fortalecimiento del
Estado. No pretendo enmendar ni puedo lo dicho por el sociólogo alemán. En
principio, sus tesis y sobre todo su conclusión –evitar sueños reparadores y
vengativos de un Reich fantaseado-- parecen muy razonables, de una gran
sensatez. Pero hay aspectos que giran
en torno a ese proceso de civilización que no se dicen, y que tiene que ver con
Freud, con el individuo como agente moral y que son los que hacen dudoso el
majestuoso esquema sociologista de Elias.
Veámoslos brevemente para acabar.
4. Aunque sea para corregirla, para
desarrollarla o para darle la historicidad que no tiene en el creador del
psicoanálisis, ya sabemos que la “civilización” de Elias se inspira directa o
indirectamente en Freud. Un simple ejemplo bastará: esa voz, superyó, a la que antes aludíamos y que
tantas veces se repite en el volumen es un hallazgo polémico y clave del
creador del psicoanálisis. ¿Por qué digo que Elias se inspira en Freud? Porque
esa contención de los instintos que es la pieza angular de El proceso de la civilización es el correlato de la represión
pulsional a que se somete el inconsciente o el “ello” y que ha sido descrita
por la clínica psicoanalítica. Esos frenos son propios del superyó y, aunque
sea con diferente entonación, no sólo Elias sino también Freud lo admite social
e histórico, forjado en el interior de cada individuo de acuerdo con los
ideales de su propia sociedad o medio. Ahora bien, el inconsciente o el “ello”
no es propio del grupo, del círculo o de la clase, sino que es característica
individual y a la vez filogenético, precivilizado. Imaginemos dos extremos. Si
un jovencito, un niño, no fuera sometido a la represión pulsional a que obliga
la maduración y la vida en sociedad, entonces estaríamos en presencia de un
salvaje, como los descritos por cierta literatura romántica. Vayámonos al otro
lado. Si un muchacho creciera con una contención exhaustiva, exitosa,
definitiva de sus instintos –por decirlo al modo de Elias--, entonces estaríamos ante un perfecto neurótico
hipersocializado, alguien tallado a partir de una represión ideal. ¿Cómo son las cosas para Freud, sin embargo?
Las pulsiones de las que hablara el
creador del psicoanálisis pueden llegar a contenerse, a domesticarse, pero
jamás se amputan, se eliminan, y ni siquiera es deseable la desaparición
interior del salvaje que nos habita. La maduración freudiana, la civilización
en suma, es una suerte de equilibrio entre las pulsiones indómitas del “ello”,
que son o forman parte de nuestra energía, y la represión ejercida por el
“superyó”, ese tribunal social e ideal que llevamos alojado en el interior de
acuerdo con la socialización a que hemos sido sometidos. Por tanto, regresando
a Elias, decir que la suerte experimentada por tantos alemanes en el siglo XX
es un proceso de descivilización, una regresión, es una descripción de lo
ocurrido, pero no su explicación. Podemos descivilizarnos individualmente
porque la cultura no es más que una pátina frágil y débil que puede
fracturarse. Más aún, la cultura o la civilización no impiden la violencia. El
argumento es muy conocido. Podemos ser fieles ejecutores de órdenes letales,
cuidadosos matarifes diurnos, para deleitarnos más tarde, a la caída de la
tarde con un sentido poema o con una bella pieza musical. ¿Qué significa eso? Que no hay tal proceso
de descivilización, sino que la civilización no es el freno que Elias pensó. El
propio Freud hablaba de la cultura como prótesis que nos distancia de la
naturaleza, tesis con la que no podemos sino estar de acuerdo. Hablaba de la
cultura como represión, pero sabía que la represión pulsional no es, no puede
ser definitiva o que el tipo culto que tenemos alojado en el interior convive
con el bárbaro que nunca podremos amputar del todo. Más aún, es posible que la
violencia no se deba a la incultura o a la descivilización, a la regresión, o a
un Estado que no ha monopolizado suficientemente el uso de la fuerza; es
posible que la oposición a la crueldad, al daño innecesario o gratuito se deba
a unos estrictos principios morales que están antes y siguen después de ese
proceso histórico de la civilización que describiera Elias. No quiero decir con
ello que la sociedad cortesana o moderna no sea menos violenta que lo era la
comunidad guerrera de antaño; lo que quiero decir es que la violencia que tanto
nos repugna hoy y que tanto repugnó a antepasados remotísimos se debe a
criterios morales universales que rebasan las costuras y los límites de la
civilización moderna y occidental.
Por tanto, la civilización, la eximia
defensa de los más nobles ideales de la humanidad, el afán de superación, la
mejora personal, no son necesariamente un proceso histórico que se sedimente,
que se adense, sino algo que se gana o se pierde cada vez, cada día, una
batalla que se libra en cada uno de nosotros, en cada uno de nuestros
antecesores que se hicieron cargo de sí mismos y que se vieron como
responsables de una decisión moral. Por eso, no podemos hablar de progreso
moral como cúmulo. Por eso, la opción antiindividualista de Elias y su holismo
dejan sin explicar dos cosas al menos. En primer lugar, por qué hay conductas
irrepetibles que eligen arriesgándose, rebasando las coerciones de su tiempo,
como es el caso del genio, el de ese Mozart que él infructuosamente quiso
aclarar. En segundo lugar, por qué hay actos menores de hombres modestos,
incluso un solo acto, que sobreponiéndose a sus miedos desmienten lo obvio, se
sacuden las evidencias, las inercias de su época, los determinismos, y se
enfrentan moralmente a la barbarie: en la Alemania nazi, por ejemplo. Desde que
nuestros antepasados más remotos se propusieran discernir entre lo bueno y lo
malo, lo lícito de lo ilícito, nos la jugamos, y no está claro si nosotros
somos superiores moralmente a aquellos individuos que se interrogaban ya sobre
su conducta. El bárbaro sobre el que funda y origina Elias su proceso
histórico, el hombre precivilizado que parece retornar con la violencia nazi,
no es sólo una caída circunstancial o contextual, un hecho colectivo dado en un
momento determinado, explicable causalmente, una suerte de ruina del superyó de una nación. El nazi o
el terrorista no son individuos que se descivilizan, sino idiotas morales
que hacen compatibles la civilización, los instrumentos de la civilización, con
la crueldad humana, sujetos que también forman parte de la sofisticación
cultural. Quienes gobiernan un campo de exterminio o quienes ponen una bomba en
una zona abarrotada quizá no se vean como unos bárbaros: es posible que se
tengan por guerreros cabales; es probable que sus convecinos los tengan por
jóvenes campechanos aunque algo levantiscos. Quien observa a distancia la
muerte, como gestor o como técnico de explosivos, no es un precivilizado:
después de ejecutar, después de ejercer la violencia que la vergüenza o el
Estado no contuvo, debe de tener una vivienda en la que cobijarse, unos afectos
que cuidar, una existencia ordinaria, una herencias de su tiempo. Lo que le
falta es la conciencia moral, carencia que perfectamente compatible con el
progreso material. Por eso, tiene razón Enzo Traverso cuando habla de la
sofisticación letal y burocrática de los campos de exterminio como un logro
paradójico de la civilización. Hay en
ello, en este diagnóstico, un rescoldo vivo de la Dialéctica de la
Ilustración, pero hay sobre todo
una resignada constatación: la de que nuestra sociedad es capaz de producir
simultáneamente prodigios técnicos, eficiencia administrativa y maldad. No
basta con oponer civilización a barbarie, como creyeron los clásicos: la
barbarie forma parte de nosotros y es esa componente nociva aquello que hay que
combatir, que contener, que someter a un proceso de depuración moral, más que
de civilización.
Permítaseme poner un ejemplo mil veces
citado, un ejemplo que también trató Hanna Arendt, un caso que el propio Elias
trata en uno de los capítulos de su libro sobre los alemanes. Le resulta
difícil abordarlo: a Hanna Arendt, no, justamente porque su perspectiva, lejos
de ser holista, expresión de un colectivismo explicativo, la hace dependiente
de un enfoque moral del individuo. En este sentido, hace casi cuarenta años, oponiéndose a un juicio
dominante, enfrentándose a una opinión mayoritaria, la pensadora publicó un
relato que conmovió al mundo entero. Me refiero a Eichmann en Jerusalén.
En aquel libro, esta politóloga narraba los avatares, el proceso y la condena
de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los mayores criminales
de la historia. Capturado por un comando israelí en una Argentina en la que
había encontrado refugio cobijándose bajo una identidad falsa, el funcionario
alemán sería juzgado en Jerusalén por los delitos horrorosos que, como
responsable de la deportación y muerte de miles de judíos, se le imputaban. Fue
tal la perversidad de los crímenes que quienes le encausaron se obstinaban en
presentarlo como un monstruo del mal, sin perfiles, sin vida normal. Nadie en
su sano juicio podía ser capaz de infligir tanto daño; nadie con un mínimo de
reparo moral podía ser autor deliberado del horror que se le atribuía. Como se
sabe, Hannah Arendt se opuso a este criterio: se empeñó en hacer de Eichmann un
tipo precisamente normal, alguien que pudo haber optado por el bien en vez de
por el mal, un mediocre. Con la valentía y con la obstinación que la
caracterizaron, y enfrentándose a la opinión común, la pensadora celebró el
discurrir del proceso, su pulcritud, y, más importante aún, delimitó el estado
y consecuencias morales de la culpa que achacar al miembro de las SS.
Eichmann –insistió-- no era un
degenerado patológico. Había que tomarse en serio sus pretextos porque, en vez
de irresponsabilizarlo, servían para detallar lo banal de su maldad. En efecto,
Eichmann era un tipo trivial, uno más entre millones, en Alemania o en
cualquier otro lado, un esforzado ciudadano que no se metía en pendencias o
violencias particulares, alguien que decía observar respetuosa y virilmente las
costumbres y las tradiciones de su país y que se oponía a quienes –a su
juicio-- las bastardeaban, un amante de su patria, un amigo en quien se podía
incluso confiar, un vecino ejemplar, un eficaz, laborioso y modélico
funcionario. De hecho, concluía Arendt, si había sido un eficiente organizador
de las caravanas de la muerte, no se debió a ninguna inquina particular. Nada
de eso. No había odio explícito ni ojeriza personal contra los hebreos; no
había hostilidad expresa ni, por supuesto, --se exculpaba Eichmann ante el
juez— los había hostigado, puesto que con alguno de ellos había llegado a tener
trato amistoso, incluso cordial. Hanna Arendt hizo el esfuerzo doloroso y
supremo de acercarse a uno de los máximos responsables del Holocausto, a sus
pretextos, el empeño de intentar entender qué cosas podía haber en el alma –permítaseme
una expresión antigua-- de quien se empecinó en ser un diligente funcionario de
la muerte. Eichmann fue un ciudadano corriente que simplemente no se interrogó
acerca de lo que hacía, del mal que ocasionaba, alguien que no sintió miedo o
inquietud o desazón especiales: justamente porque con él no había reproche
alguno, cargo que imputarle o con que afearle su conducta. Fue tan laborioso,
obstinado, fehaciente en el cumplimiento de sus funciones letales, de los
trabajos que le adjudicaron, que su tarea fue desempeñada con la frialdad
impersonal de quien sabe cuáles son sus obligaciones y no se pregunta por la
índole de las mismas, por sus consecuencias, por el reparto que a él le
corresponde y por los efectos que se derivan de su aquiescencia, de su
participación o de su silencio.
Estoy seguro de que verdugos así, cuyos
rostros conocemos y cuyos actos tanto daño han infligido e infligen, no son una
particularidad del proceso de descivilización que pudo darse en Alemania, no
son consecuencia de una sociedad con un Estado tardío, no son producto de una
ensoñación colectiva. Son tipos que se hacen a sí mismos renunciando a su
dimensión moral. Si pudo haber tantos verdugos voluntarios en aquel país, por
decirlo con Goldhagen, habría que
preguntarse por qué hubo también buenos alemanes que no sucumbieron a esa
ignominia. Si la explicación de la descivilización es de índole colectiva y se
basa en el sueño de un Reich fantaseado, habría que interrogarse por qué hubo
patriotas que escaparon a la seducción de la violencia y la brutalidad. En cada
uno de nosotros se libra un combate, que no es el de las armas, sino el de la
elección propiamente moral; en cada uno de nosotros se libra bravamente la
batalla contra la violencia, contra el terror, contra la indiferencia. La
civilización no es sedimento de moral, sino su entorno, su escenario: podemos
ser sofisticadísimos, dengosos, aquejados de vergüenzas y de reparos, súbditos
de un Estado firme y bien asentado y, sin embargo, sucumbir a la seducción de
la violencia. Que coincidieran tantos en la ensoñación de un Reich reparador y
vengativo es algo que tal vez The Germans ayude a explicar, pero que
hubiera alemanes con suficiente coraje moral como para no dejarse llevar por
las solicitaciones de la brutalidad nazi es algo que la tesis de Elias no
permite comprender. Tal vez sea ahora el momento de volver a leer Eichmann
en Jerusalén; tal vez sea la hora de regresar a Hanna Arendt.
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