Norbert Elias y la caída de la civilización

                        Justo Serna

 

(Publicado en versión catalana en L’Espill, núm. 16, 2004, págs. 150-162).

(Publicado en castellano en Prohistoria, núm. 8, 2004, Rosario, Argentina, págs. 137-150).
 

 

            1. Nacido en Breslau en 1897 y fallecido en Ámsterdam en 1990, Norbert Elias es un autor de referencia, un afamado sociólogo al que debemos obras importantes y ensayos audaces acerca del curso histórico moderno.  Su nombre figura a la altura de otros importantes científicos sociales, y su aportación es controvertida y necesaria, discutible e interesante: nos permite interrogarnos sobre la sociedad, el individuo, sobre la historia común y la vida irrepetible. La tesis que le dio mayor fama fue con la que él tituló uno de sus libros más célebres, El proceso de civilización, y con esa descripción se refería al tránsito de la Europa guerrera a la Europa cortesana, a la creación, a la generalización y a la internalización de controles y tabúes que permitieron contener y reprimir a los individuos interiormente. La concepción, admitámoslo, resulta muy atractiva para muchos de sus lectores, sobre todo si lo que nos proponemos es reflexionar acerca de las formas históricas de lo privado y de la intimidad, los modos en que los occidentales, particularmente, adoptaron y adaptaron  el concepto y la práctica de vida propia, de vida reservada y preservada. La fama que le acompañó y aún le acompaña a Elias, incluso después de muerto, se debe a que es autor de un esquema de sociología histórica que para muchos resulta convincente, un esquema majestuoso, de gran ambición explicativa, que daría cuenta del proceso multisecular experimentado por la mentalidad europea moderna.

Pero lo que también llama la atención de su caso, aquello que ha despertado tantas adhesiones en los últimos años, es la pronta ideación de unas tesis, ya maduras en los años treinta, y la incomprensible demora de su difusión y reconocimiento internacionales, algo que sólo empezaría a partir de 1969. Habiéndose doctorado en filosofía en 1924, habiendo cursado estudios posteriores de sociología, Elias abandonaría la Alemania de 1933, instalándose en Gran Bretaña, tierra de promisión y de acogida para un judío amenazado como era él. Fue allí en donde salvó la vida, cosa que ya no pudieron hacer sus progenitores, pues el padre falleció en Breslau en 1940 y la madre murió en los hornos crematorios de  Auschwitz. Fue allí, en Gran Bretaña, en donde dio comienzo a la redacción de El proceso de civilización (1936). Visto retrospectivamente, se entiende el entusiasmo que la obra de Elias ha despertado: tratar ya en los años treinta un tema como la contención civilizada moderna es algo que lo adelanta a los avances de la historiografía. De hecho, como más adelante veremos, lo verdaderamente significativo de su tesis no es el presunto acierto de su esquema, la solución que le daría al proceso, muy discutibles, sino la exacta elección del objeto, auxiliado, según yo creo, por Émile Durkheim, por Max Weber y por Sigmund Freud.  En un momento en que la historiografía aún era esencialmente política o en una etapa en que la disciplina comenzaba su desarrollo económico-social, Elias opta por tratar la contención, las reglas que reprimen, las normas que socializan, los frenos que detienen el ejercicio particular de la violencia. Recuérdese, por ejemplo, que Durkheim abordaba la dimensión moral de la división del trabajo, la incapacidad creciente de los individuos para bastarse, los vínculos que nos atan y que nos ayudan a sobrevivir. Recuérdese también que Weber se ocupaba de la morigeración, de la contención del gasto, de la reinversión productiva dictada por una dimensión ética que premia el ahorro y condena el despilfarro de cada uno. Recuérdese, en fin, que Freud se ocupaba de la estructura psíquica ignota del individuo, del inconsciente, pero también de las prescripciones interiorizadas que nos regulan moralmente. Los objetos de Elias eran un acierto temático y revelaban una gran intuición que muchos historiadores de entonces no supieron ver o tener. Por eso, una obra de esta naturaleza sería vista a partir de los setenta como una investigación muy actual, muy cercana a la nouvelle histoire, incluso muy próxima a la última historia cultural que después se cultivó.  Por eso, a Elias se le admitiría como a un audaz precursor que había sabido sortear barreras disciplinarias y académicas.

A pesar de haber transcurrido más de una década desde su muerte, la influencia de Elias no decrece y su obra se empareja con los grandes del pensamiento contemporáneo. Así, por ejemplo, dentro de la célebre colección de los Sage Masters fo Modern Social Thought  Series, a este sociólogo ya se la han dedicado sus respectivos sus volúmenes, dirigidos por Eric Dunning y Stephen Mennell, y su nombre figura junto a los de Roland Barthes, Harold Garfinkel o Jacques Derrida entre otros. Se le ve como a uno de los más grandes sociólogos de la pasada centuria y, según señala el reclamo mercantil, la repercusión de su obra aún no habría producido todos sus efectos. Sin embargo, contemplada en su adecuada perspectiva contextual, la obra de este pensador no sería tan sorprendente, según hemos apuntado. En efecto, él mismo se encargaría de reseñarla humildemente en un volumen autobiográfico. Sin embargo, los énfasis no serían los mismos, puesto que para su autor dicha obra sería heredera y mediadora de la gran tradición sociológica alemana, la que sobre todo se encarna en los Weber, en Max y Alfred Weber, y, por supuesto, en Karl Mannheim. Él insistió en esa deuda particular, la admitió, proclamó su relación con estos autores citados y mostró también su admiración por Karl Marx, por la gran audacia teórica de Marx. Aunque subrayó esas afinidades en sus memorias intelectuales, no se reconoció seguidor fiel de ninguno de ellos y por ello quiso desarrollar una labor de mediación, de equidistancia, superadora de las antinomias sociológicas (cultura-sociedad, individuo-colectividad, etcétera) que habrían enfrentado a sus predecesores. Más aún, contemplándose a sí mismo como un francotirador, concibió su obra como un gran desvelamiento frente a ideologías, mitologías, velos, deseos, máscaras, ilusiones, fantasías, falsedades, idealismos, irrealismos, desfiguraciones y otros saberes o figuras paternales o maternales que ocultarían la realidad. Ese término, desvelamiento, y sus palabras asociadas no son mías, sino suyas,  y expresan una a una la intención, el objetivo y la labor de quien aspiraba a hacer ciencia de la sociedad, de quien esperaba desarrollar una sociología científica. Son palabras, es una meta y son, sobre todo, un estilo y una pretensión que lo avecindan, por ejemplo, con su colega Pierre Bourdieu. De hecho, el propio sociólogo francés reconoció en varias ocasiones la afinidad que su obra tenía con la de su viejo colega alemán, como también lo ha reconocido una aventajado lector de ambos, el historiador Roger Chartier, quien a la vez ha subrayado la cercanía de esos enfoques al análisis de Michel Foucault. Fue tan significativa la contribución de Elias, que sus seguidores inspirados por él, verdaderamente numerosos, aprueban ese diagnóstico, esa autoevaluación (la del desvelamiento) y celebran su condición de pionero y su tarea ímproba: la resolución de grandes y graves problemas históricos y sociológicos que, bien mirados –dice Elias--, no son más que falsos problemas.

Con todo el respeto que me merece un autor tan prestigioso, con una obra temprana tan madura y tan aplaudida después, reveladora de una sutil intuición, yo quisiera manifestar varias dudas que tengo sobre su esquema analítico, sobre la solución que da: la verdad, no estoy muy seguro de que Elias haya superado esos viejos y dudosos problemas que él se plantea y cree resolver. Desde luego, no creo ser el único que pone reparos a la tesis que el autor defiende. En los últimos tiempos, por ejemplo, y entre otras críticas, hemos podido leer páginas duras y acerbas sobre su obra en la pluma de Daniel Gordon. Este analista revisa polémicamente la trayectoria del sociólogo y cree observar afinidades con una ideología nacionalista alemana, pero sobre todo analiza las razones que según él, habrían favorecido su recepción entusiasta en la Francia de los ochenta:  en un contexto de crisis intelectual, muchos de sus lectores habrían visto en su obra un artefacto crítico posmarxista, un instrumento de debelación de las jerarquías  sociales.  Roger Chartier le ha respondido con severidad, denunciando el reduccionismo de Gordon y negando la atribución “sectaria” del que pecaría el historiador francés al tomar a Elias como la fuente de un esquema lineal y determinista de la historia. Por mi parte, no trato de emprender la enésima debelación del gran autor y de sus ideas. No tengo avales ni solvencia suficiente para adoptar un enfoque iconoclasta. Tampoco me motiva inquina ni animadversión particulares. Ahora bien, de lo que se trata es de establecer un diálogo crítico que nos enriquezca, que nos  haga aprender cosas que ignorábamos tomando en este caso a un gran interlocutor.

En ese sentido, diré que de Elias sobre todo me incomoda la macroperspectiva que adopta, la sociología histórica que le permite emprender recorridos seculares, incluso milenarios, que tienen algo de grandioso determinismo. Para un historiador modesto y, sobre todo, para un historiador apegado al fragmento de la realidad que le toca investigar, gustoso de lo concreto y reacio a la gran especulación teórica, la titánica reconstrucción de varios siglos que Elias emprende en sus obras ha de dejarle boquiabierto, lleno de dudas. Verá en ese esfuerzo un empeño gigantesco, casi decimonónico. La sociología tal y como Elias la concibió es una disciplina que persigue la sistematización histórica generalizante en el siglo de Walter Benjamín, una perspectiva antiindividualista que hace de la descontextualización su meta, de la abstracción su medio, del presente su corroboración, y del pronóstico, de la predicción audaz, su conclusión. Esto, la verdad, me resulta muy objetable. Veamos por qué. Si aclaramos este último punto, quizá pueda verse la razón por la cual el esquema de Elias es muy discutible.

 

2. La predicción no es un asunto circunstancial en su obra, sino una consecuencia importante de su perspectiva.  Como antes decíamos, uno de los temas que siempre le preocuparon a Norbert Elias fue el de la violencia, el de la contención de la violencia, el de la inhibición de la violencia entre individuos y entre Estados. Ésa es la base de El proceso de la civilización y de La sociedad cortesana, pero también es el fundamento de la mayor parte de su obra, incluso la dedicada al tiempo presente. A mediados de los ochenta, en 1985 para ser más exactos (y ahora se verá por qué soy tan detallista con la fecha), publicaba un libro titulado Humana Conditio. Concebido como un análisis histórico de la guerra, emprendía, además, una evaluación del siglo XX, de la política de bloques que enfrentaba a Estados Unidos y a la URSS. Bien documentado, con la prudencia que cabe suponer a un especialista, con el compromiso y el distanciamiento que quiso hacer suyos, Elias se aventuraba pronosticando acerca de la inevitabilidad inmediata de la guerra, acerca de la suicida política bélica a que se verían arrastrados los dirigentes rusos si la carrera armanentista la ganaban los norteamericanos. Aun siendo una obra  bienintencionada y cautelosa, he de decir que pocos libros he leído que se hayan mostrado tan desacertados acerca del futuro previsible y probable que finamente se cumplió. Para sostener ese diagnóstico tan erróneo, el autor decía basarse en la información abundante que había reunido sobre el pasado de Europa. Poco tiempo después de afirmar lo que afirmó caía  el régimen de Moscú, derrotado por unos Estados Unidos que habían ganado la guerra fría, desmintiendo, pues, los pronósticos de Elias. Aunque no pudo ver la desaparición de la URSS en 1991, sí que llegó a tiempo de contemplar el derrumbe del sistema soviético. Pero Elias no se arredró ni trató de maquillar su fracaso predictivo y no sabemos si acabó por sacar consecuencias de sus propios errores.

No había concebido la posibilidad de un Gorbachov, simplemente porque en su concepción antiindividualista, la decisión audaz de un hombre no cambiaba nada. O quizá sí. En 1987, cuando publicaba la edición definitiva de La sociedad de los individuos cambiaba algo las predicciones hechas sobre la inevitabilidad de la guerra, pero sin apearse de los extravíos anteriores y sin conceder demasiado a lo que los individuos pueden hacer cuando toman decisiones morales, decentes, corajudas, decisiones que les llevan a enfrentarse a lo irreparable, a lo fatal.  Insisto, es ese tono antiindividualista, holista en suma, y pesadamente predictivo lo que incomoda en primer lugar de Elias.  Este tipo de predicciones tan tajantes, tan rotundas, son algo propio de los determinismos, de los positivismos y, en general, de todas aquellas concepciones que esperan ver para prever, que esperan hallar las leyes ocultas o visibles de lo social, como si del orden natural de la física se tratara, haciendo posible una previsión razonable. Aunque no se diga de modo expreso la esperanza predictiva se funda en la idea mecanicista de ley, en la convicción de que el saber dará con las reglas de funcionamiento del orden, de un orden justamente mecánico y previsible. Hoy sabemos que no hay pronóstico importante que acierte ni especialistas cuyos diagnósticos sean inapelables. Pero, claro, Elias es hijo de su tiempo y es hijo de aquella esperanza predictiva que él aprendió en Marx.

Llegados a este punto, citado Marx, convendría dar alguna pista acerca de los conceptos de Elias, de algunas de las fuentes básicas que hemos citado y de su originalidad. En este sentido, y aunque sé que esta declaración tal vez deje a muchos indiferentes, diré que a algunas de las ideas centrales de Elias no siempre les veo la novedad que tantos colegas le atribuyen. Sé que hablo de un investigador distinguido, de un autor que ya no está en capacidad de defenderse, pero a la vez no puedo dejar de subrayar lo que me parece obvio: que algunos de sus logros, interesantes y fecundos para muchos, no son tan revolucionarios como tantos pretenden. La deuda con Freud o con Durkheim, la dudosa aplicación de un freudismo implícito a la historia, la enésima aplicación del durkheimismo para superar antinomias de la sociología, son los principales reproches que le hago. De la huella de Freud en Elias es de lo que ahora mismo me ocuparé. Pese a lo que él mismo declara --la fidelidad y la distancia con los Weber o con Mannheim--, Norbert Elias es sobre todo un deudor de Sigmund Freud y de Émile Durkheim. Al primero, por ejemplo, lo cita con alguna frecuencia, por supuesto, lo homenajea en ciertas ocasiones, aunque no siempre sus tributos rinden exacta justicia a todo lo que el sociólogo debía al creador del psicoanálisis. Al segundo alude a él en la introducción de 1968 de El proceso de la civilización y sólo como excusa o referente previo de unas ideas que Elias le discute a Talcott Parsons, entonces tan en boga.  Ocupémonos de Freud.

¿Es eso una pega, la huella indeleble que particularmente Freud dejó en Elias? No, por supuesto, el autor de El malestar en la cultura fue un genio polémico y su obra sigue fertilizando las más diversas perspectivas, aún abre vías sugestivas para seguir interrogándonos sobre la condición humana. La pega es de otra índole. A pesar de que alude a Freud, a pesar de que se compara con él, las obras de Elias no le rinden debida justicia, pues lo parafrasean, le toman prestados conceptos, ideas, esquemas e intuiciones que no siempre cita adecuadamente, préstamos que no siempre reconoce expresa, explícita, extensamente. ¿Por qué razón? ¿Por deshonestidad intelectual? No, por cierto, sino por la extrema dependencia, por la profunda asimilación del freudismo. Elias nos transmite tesis como propias que son sobre todo una reelaboración, una revisión o un desarrollo de Freud, más documentado, con mayor erudición histórica. La tesis misma que sustenta en El proceso de la civilización y, en general, las ideas que de ella se derivan y que enriquecen toda la obra posterior de Elias son de raigambre freudiana. Y, sin embargo, el sociólogo no cita su nombre, no lo homenajea expresamente, no le rinde el adecuado tributo, ni en el cuerpo central del libro, ni en el prólogo de 1936, ni en la introducción de 1968. Sólo fuera de sus obras mayores, en textos circunstanciales o en entrevistas posteriores admitirá esa deuda. En 1985, por ejemplo, Roger Chartier interrogaba a Elias sobre estos asuntos, un diálogo aparecido en Libération. A la pregunta de si podía precisar cuál era su relación con el creador del psicoanálisis, el sociólogo respondía: “Sin Freud, yo no habría podído escribir lo que escribí. Su teoría fue esencial para mi trabajo y todos sus conceptos (yo, super yo, libido, ello, etc.) me resultan muy familiares. Pero Freud durante su vida estudió a hombres y mujeres que vivían a fines del siglo XIX ya comienzos del XX, y, a la manera de las ciencias de la naturaleza, forjó sus conceptos como si la estructura de la personalidad que observaba fuera la de todos los seres humanos (...). De ahí la necesidad de emplear otros términos y otros conceptos que los de Freud  para caracterizar las economías psíquicas antiguas. Por ejemplo, no se puede hablar de un super yo del hombre medieval. El problema radica en comprender cómo y por qué emergió progresivamente la estructura de la personalidad que describe Freud”. Si esto es así, entonces El proceso de la civilización es una obra absolutamente dependiente de la perspectiva freudiana y no sólo un correctivo histórico.

¿Cómo fue posible sombrear la influencia de Freud en la literalidad de dicho libro cuando la contención de los instintos es a la vez un diagnóstico que se debe expresamente a Freud, a su idea de represión pulsional? Permítaseme corregirme y plantearlo de otra manera. Cuando Elias hablaba en su obra temprana de la contención de los instintos, ese proceso de creación del individuo moderno, sí que mencionaba el psicoanálisis pero presentándolo como un “enfoque inverso”, reprochándole el carácter “ahistórico” con que concebiría el “inconsciente”, ese “ello” ahistórico. Se trata, pues, de un cargo que repetiría muchas veces y, según hemos visto, cincuenta años después en la entrevista de Chartier. Sin embargo, en las páginas de El proceso de la civilización no menciona el nombre de Freud, a pesar de que a partir de esta obra se apropia de sus conceptos seminales (“ello”, “yo”, superyó”), que después reaparecerán, por ejemplo, en La sociedad de los individuos, de 1939. Hay que situarse en esa década, en los años treinta, para comprender lo extraño, lo audaz, lo temerario de su actitud; lo que podía significar escribir una obra como El proceso de la civilización antes de cumplir los cuarenta años operando con categorías muy próximas a las de Freud y no quedar derrotado por la estela, la huella y la influencia del genio mundialmente reconocido, odiado, admirado, en la cima de su notoriedad. El malestar en la cultura, el célebre ensayo freudiano con el que tantas concomitancias tiene El proceso de la civilización, se había publicado en 1929 y señala el momento de su mayor ideación sociológica y antropológica, la etapa de su mayor influencia. Sin embargo, no hay huella expresa de esa obra en el volumen de Elias, a pesar de que contiene un esquema sobre la cultura como represión y como prótesis que es decisiva en el pensamiento del siglo XX. 

Pero olvidemos de momento las citas explícitas a Freud, lo cicatero que Elias llega a mostrarse para mencionarlo, y concedámosle la razón en su reproche para ver qué ser deriva de ello. Quiero decir, concedámosle que no hay un “inconsciente ahistórico” como presuntamente defendería Freud o que no hay un “superyó del hombre medieval”, como le confesaba a Chartier. En ese caso, como dice Elias, la represión pulsional o, en sus propios términos, la contención de los instintos sería un proceso de civilización seguido durante siglos. Creo, francamente, que hay aquí un escollo dificil de resolver: si Freud le atribuye al “ello” un carácter ahistórico sería por ser propio de la naturaleza humana, por formar parte de la energía característica de los seres humanos, por ser sustancialmente igual la demanda natural que mueve originariamente a los individuos. Si la maduración freudiana del niño (la civilización o individualización históricas de Elias) pasa por la inevitable y nunca perfectamente consumada represión, en ese caso los representantes de las pulsiones amenazan con emerger constantemente. Madurar no es reprimir hasta hacer desaparecer o amputar lo salvaje o precivilizado, sino establecer un equilibrio entre las urgencias del “ello” y las demandas sociales del “superyó”. Como se sabe, el “superyó” freudiano es un tribunal de conciencia que cada uno de nosotros habría adquirido paulatinamente por el simple hecho de vivir en sociedad, y es también un ideal del yo, una meta siempre inalcanzable de lo que desearíamos ser. Madurar es –insisto—encontrar un equilibrio, una armonía siempre inestable. ¿Qué es entonces para Elias el proceso de la civilización,  de cuya vecindad con Freud ya no nos puede caber duda?

 

3. Para explicarme mejor me apoyaré en un historiador cercano, en ese colega distinguido que entrevistaba al propio Elias. Me refiero a Roger Chartier. Como se sabe, a Chartier se le debe probablemente la principal tarea de difusión de la obra de Elias en Francia y siempre que puede lo menciona como aval de sí mismo, como referente intelectual de sus propias investigaciones. Es más, algunas de esas traducciones del sociólogo alemán cuentan con documentadísimos y ajustados estudios de este historiador galo que contextualizan dicha contribución. En vez de basarme en esa tarea erudita, editora e historiográfica de Chartier, me voy a apoyar en un texto menor, en un texto incluso circunstancial del propio historiador francés. Se trata de una nota marginal aunque decisiva, muy reveladora, que Roger Chartier hiciera al denominado debate Goldhagen. Esta polémica historiográfica y política, y moral y cultural, se desató en la segunda mitad de los años noventa a raíz de la publicación de Hitler's Willing Executioner: Ordinary Germans and the Holocaust (1996). Como se sabe, la controversia que suscitó ese volumen se debió al papel que Goldhagen atribuía a los alemanes corrientes en la persecución de los judíos, la responsabilidad por acción o por omisión que los ciudadanos del Reich habrían tenido en el consentimiento o en el desarrollo de la “solución final”. En un volumen argentino, en donde se recogen algunas de las contribuciones más significativas hechas a ese debate, hay un texto breve de Roger Chartier titulado “Elias, proceso de la civilización y barbarie”, un texto breve y circunstancial pero muy revelador. Anotaba Chartier releyendo a Elias que el proceso de civilización es, en efecto, un desarrollo del autocontrol, un desarrollo histórico, secular, de los frenos que contienen al salvaje o al bárbaro que fueron nuestros antepasados. Este proceso –insiste el historiador francés— no fue ni es “lineal ni ineluctable, sin rupturas ni retrocesos”. El propio Elias había dicho algo similar y lo había hecho para oponerse al teleologismo y al determinismo que en una lectura precipitada cabía imputarle a su radiografía de la Europa moderna. ¿Por qué Chartier también insistía en ello? Porque si tomamos el proceso descrito por Elias en términos ineluctables, la tesis podía ser desmentida por la prueba incontestable de la barbarie nazi. Si el siglo XX es la época del Holocausto y del Gulag –añadiría yo--, entonces cómo aceptar la civilización paulatina y sedimentada que se habría impuesto a lo largo de los siglos en la Europa moderna. El propio Elias ya había hecho suyo ese cargo tratando de darle una cumplida y satisfactoria respuesta al reproche histórico, y así, en un libro originariamente publicado en 1989, el último que publicara en vida (Studien über die Deutschen) se interrogaba sobre la naturaleza de la  Alemania contemporánea. Se interrogaba sobre la barbarie y sobre el tipo especial de barbarie que habría aquejado a sus compatriotas gentiles. La conclusión más llamativa de aquel grueso volumen era que lo experimentado en su país en el siglo XX habría sido un “proceso de descivilización”, una barbarización –añade Chartier--, un retorno de la violencia, una regresión.

Permítaseme resumir lo básico, basándome para ello en la versión inglesa, una edición más completa que la alemana y que, además, cuenta con un interesante prefacio de Eric Dunning y Stephen Mennell, del que sería deudor el propio texto de Chartier. En ese prólogo, sus autores admiten que la difusión de dicho libro ayudará a corregir el error intelectual que convierte el proceso de la civilización como una teoría optimista, unilineal, progresista. Gracias a The Germans, insisten Dunning y Mennell será posible reconocer el lugar que ocupan los procesos de descivilización, ya que el propio Elias acabaría admitiendo que civilización y descivilización son procesos que pueden darse simultáneamente en una determinada sociedad, en alguna sociedad, y no sólo entre distintos sociedades en diferentes momentos del tiempo. El ejemplo, claro está, es el de Alemania y de lo que se trata es de averiguar “cómo influye el destino de un pueblo a lo largo de los siglos en el carácter de los individuos que lo forman'', una idea que ya había expresado rotundamente en Humana Conditio (1985) cuando decía que había que preguntarse “qué rasgos del carácter nacional alemán hicieron posibles las inhumanidades del Tercer Reich”. En este sentido, se responde admitiendo que el carácter alemán está vinculado al proceso de formación del Estado, el cual se habría iniciado mil años atrás con el asentamiento de las tribus germánicas al oeste del río Elba.  La fragilidad de su territorio, ocasionada por su situación geográfica, y la erosión de los poderes centrales desde la Edad Media, habrían provocado una debilidad estructural del Estado y, por tanto, una ocupación del espacio por ejércitos extranjeros. Ello habría configurado, tal vez desde la Guerra de los Treinta Años, unas actitudes persistentes en los alemanes: la esperanza de recuperar la antigua grandeza, el Reich fantástico de la Edad Media, un temor incurable a la debilidad, un sentimiento frecuente de humillación, de deshonra, y, a la vez, una reparadora y no menos fantasiosa ensoñación vengativa.

Frente al caso francés, frente a los modelos urbanos de discusión, de acuerdo, las rupturas y discontinuidades en el desarrollo del Estado alemán excitarán los modelos militaristas de mando y obediencia. Tales modelos militaristas, lejos de ser sólo una cosa del pasado, serán asumidos por la propia burguesía, sobre todo a partir de 1871. Con ello mostraba una debilidad y una capitulación frente a la nobleza. Por eso, Alemania llegaría al siglo XX sin que hubiera decaído el  recurso a la prepotencia y a la violencia, una de las condiciones necesarias para el advenimiento de Hitler al poder. Otra condición necesaria fue, al final de la Primera Guerra Mundial, el revanchismo de ciertos sectores de la clase media y alta, incapaces de movilizar a las masas a favor de una guerra restauradora de un Reich soñado. ¿Qué es lo que ha sucedido en Alemania? El despliegue de una brutalidad anticivilizatoria, en consonancia con la fragilidad del monopolio estatal de la violencia: todo ello habría agigantado el peso del militarismo, de las instituciones autoritarias, de la desigualdad social. Para Elias, el conocimiento de la historia permitirá adoptar una actitud adecuada y crítica para así enfrentar las amenazas presentes y futuras de barbarie. Es preciso evitar la caída de la civilización, las recaídas; es preciso esforzarse en la construcción de la civilización, ya que no es algo definitivo; que los alemanes debatan y analicen su identidad y unión nacionales, evitando las fantasías colectivas de grandeza nacional, evitando la melancolía de pasados gloriosos.

Civilizarnos ha exigido un proceso de siglos de fortalecimiento del Estado, podríamos anotar con Elias. Generaciones y generaciones de cortesanos y de burgueses habrían hecho suyas en Francia, por ejemplo, la contención, la represión interior, la morigeración, la vergüenza, las buenas maneras, esas buenas maneras que se materializan, por ejemplo, en los manuales de urbanidad y que permiten rivalizar sin el combate. En efecto, Elias había concedido una gran importancia a la vergüenza y a la rivalidad sublimada como factores decisivos de la racionalización pública del comportamiento. Los “escrúpulos” que habrían aprendido nuestros antepasados para acceder a la vida adulta y pública, visible, de la Corte son formas de autocoacción, de prudencia, de previsión: “la racionalización del comportamiento –leemos en El proceso de la  civilización— es una expresión de la política exterior de la misma constitución del super-yo, cuya política interior se expresa en un avance de los límites de la vergüenza”.

No es mi propósito ni tengo avales ni competencia para desmentir la importancia histórica que tiene el desarrollo del autocontrol en la modernización de la sociedad, o el fortalecimiento del Estado. No pretendo enmendar ni puedo lo dicho por el sociólogo alemán. En principio, sus tesis y sobre todo su conclusión –evitar sueños reparadores y vengativos de un Reich fantaseado-- parecen muy razonables, de una gran sensatez.  Pero hay aspectos que giran en torno a ese proceso de civilización que no se dicen, y que tiene que ver con Freud, con el individuo como agente moral y que son los que hacen dudoso el majestuoso esquema sociologista de Elias.  Veámoslos brevemente para acabar.

 

4. Aunque sea para corregirla, para desarrollarla o para darle la historicidad que no tiene en el creador del psicoanálisis, ya sabemos que la “civilización” de Elias se inspira directa o indirectamente en Freud. Un simple ejemplo bastará: esa voz, superyó, a la que antes aludíamos y que tantas veces se repite en el volumen es un hallazgo polémico y clave del creador del psicoanálisis. ¿Por qué digo que Elias se inspira en Freud? Porque esa contención de los instintos que es la pieza angular de El proceso de la civilización es el correlato de la represión pulsional a que se somete el inconsciente o el “ello” y que ha sido descrita por la clínica psicoanalítica. Esos frenos son propios del superyó y, aunque sea con diferente entonación, no sólo Elias sino también Freud lo admite social e histórico, forjado en el interior de cada individuo de acuerdo con los ideales de su propia sociedad o medio. Ahora bien, el inconsciente o el “ello” no es propio del grupo, del círculo o de la clase, sino que es característica individual y a la vez filogenético, precivilizado. Imaginemos dos extremos. Si un jovencito, un niño, no fuera sometido a la represión pulsional a que obliga la maduración y la vida en sociedad, entonces estaríamos en presencia de un salvaje, como los descritos por cierta literatura romántica. Vayámonos al otro lado. Si un muchacho creciera con una contención exhaustiva, exitosa, definitiva de sus instintos –por decirlo al modo de Elias--, entonces  estaríamos ante un perfecto neurótico hipersocializado, alguien tallado a partir de una represión ideal.  ¿Cómo son las cosas para Freud, sin embargo?

Las pulsiones de las que hablara el creador del psicoanálisis pueden llegar a contenerse, a domesticarse, pero jamás se amputan, se eliminan, y ni siquiera es deseable la desaparición interior del salvaje que nos habita. La maduración freudiana, la civilización en suma, es una suerte de equilibrio entre las pulsiones indómitas del “ello”, que son o forman parte de nuestra energía, y la represión ejercida por el “superyó”, ese tribunal social e ideal que llevamos alojado en el interior de acuerdo con la socialización a que hemos sido sometidos. Por tanto, regresando a Elias, decir que la suerte experimentada por tantos alemanes en el siglo XX es un proceso de descivilización, una regresión, es una descripción de lo ocurrido, pero no su explicación. Podemos descivilizarnos individualmente porque la cultura no es más que una pátina frágil y débil que puede fracturarse. Más aún, la cultura o la civilización no impiden la violencia. El argumento es muy conocido. Podemos ser fieles ejecutores de órdenes letales, cuidadosos matarifes diurnos, para deleitarnos más tarde, a la caída de la tarde con un sentido poema o con una bella pieza musical.   ¿Qué significa eso? Que no hay tal proceso de descivilización, sino que la civilización no es el freno que Elias pensó. El propio Freud hablaba de la cultura como prótesis que nos distancia de la naturaleza, tesis con la que no podemos sino estar de acuerdo. Hablaba de la cultura como represión, pero sabía que la represión pulsional no es, no puede ser definitiva o que el tipo culto que tenemos alojado en el interior convive con el bárbaro que nunca podremos amputar del todo. Más aún, es posible que la violencia no se deba a la incultura o a la descivilización, a la regresión, o a un Estado que no ha monopolizado suficientemente el uso de la fuerza; es posible que la oposición a la crueldad, al daño innecesario o gratuito se deba a unos estrictos principios morales que están antes y siguen después de ese proceso histórico de la civilización que describiera Elias. No quiero decir con ello que la sociedad cortesana o moderna no sea menos violenta que lo era la comunidad guerrera de antaño; lo que quiero decir es que la violencia que tanto nos repugna hoy y que tanto repugnó a antepasados remotísimos se debe a criterios morales universales que rebasan las costuras y los límites de la civilización moderna y occidental.

Por tanto, la civilización, la eximia defensa de los más nobles ideales de la humanidad, el afán de superación, la mejora personal, no son necesariamente un proceso histórico que se sedimente, que se adense, sino algo que se gana o se pierde cada vez, cada día, una batalla que se libra en cada uno de nosotros, en cada uno de nuestros antecesores que se hicieron cargo de sí mismos y que se vieron como responsables de una decisión moral. Por eso, no podemos hablar de progreso moral como cúmulo. Por eso, la opción antiindividualista de Elias y su holismo dejan sin explicar dos cosas al menos. En primer lugar, por qué hay conductas irrepetibles que eligen arriesgándose, rebasando las coerciones de su tiempo, como es el caso del genio, el de ese Mozart que él infructuosamente quiso aclarar. En segundo lugar, por qué hay actos menores de hombres modestos, incluso un solo acto, que sobreponiéndose a sus miedos desmienten lo obvio, se sacuden las evidencias, las inercias de su época, los determinismos, y se enfrentan moralmente a la barbarie: en la Alemania nazi, por ejemplo. Desde que nuestros antepasados más remotos se propusieran discernir entre lo bueno y lo malo, lo lícito de lo ilícito, nos la jugamos, y no está claro si nosotros somos superiores moralmente a aquellos individuos que se interrogaban ya sobre su conducta. El bárbaro sobre el que funda y origina Elias su proceso histórico, el hombre precivilizado que parece retornar con la violencia nazi, no es sólo una caída circunstancial o contextual, un hecho colectivo dado en un momento determinado, explicable causalmente, una suerte de ruina del superyó de una nación. El nazi o el terrorista no son individuos que se descivilizan, sino idiotas morales que hacen compatibles la civilización, los instrumentos de la civilización, con la crueldad humana, sujetos que también forman parte de la sofisticación cultural. Quienes gobiernan un campo de exterminio o quienes ponen una bomba en una zona abarrotada quizá no se vean como unos bárbaros: es posible que se tengan por guerreros cabales; es probable que sus convecinos los tengan por jóvenes campechanos aunque algo levantiscos. Quien observa a distancia la muerte, como gestor o como técnico de explosivos, no es un precivilizado: después de ejecutar, después de ejercer la violencia que la vergüenza o el Estado no contuvo, debe de tener una vivienda en la que cobijarse, unos afectos que cuidar, una existencia ordinaria, una herencias de su tiempo. Lo que le falta es la conciencia moral, carencia que perfectamente compatible con el progreso material. Por eso, tiene razón Enzo Traverso cuando habla de la sofisticación letal y burocrática de los campos de exterminio como un logro paradójico de la civilización.  Hay en ello, en este diagnóstico, un rescoldo vivo de la Dialéctica de la Ilustración,  pero hay sobre todo una resignada constatación: la de que nuestra sociedad es capaz de producir simultáneamente prodigios técnicos, eficiencia administrativa y maldad. No basta con oponer civilización a barbarie, como creyeron los clásicos: la barbarie forma parte de nosotros y es esa componente nociva aquello que hay que combatir, que contener, que someter a un proceso de depuración moral, más que de civilización.

Permítaseme poner un ejemplo mil veces citado, un ejemplo que también trató Hanna Arendt, un caso que el propio Elias trata en uno de los capítulos de su libro sobre los alemanes. Le resulta difícil abordarlo: a Hanna Arendt, no, justamente porque su perspectiva, lejos de ser holista, expresión de un colectivismo explicativo, la hace dependiente de un enfoque moral del individuo. En este sentido, hace casi cuarenta años, oponiéndose a un juicio dominante, enfrentándose a una opinión mayoritaria, la pensadora publicó un relato que conmovió al mundo entero. Me refiero a Eichmann en Jerusalén. En aquel libro, esta politóloga narraba los avatares, el proceso y la condena de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los mayores criminales de la historia. Capturado por un comando israelí en una Argentina en la que había encontrado refugio cobijándose bajo una identidad falsa, el funcionario alemán sería juzgado en Jerusalén por los delitos horrorosos que, como responsable de la deportación y muerte de miles de judíos, se le imputaban. Fue tal la perversidad de los crímenes que quienes le encausaron se obstinaban en presentarlo como un monstruo del mal, sin perfiles, sin vida normal. Nadie en su sano juicio podía ser capaz de infligir tanto daño; nadie con un mínimo de reparo moral podía ser autor deliberado del horror que se le atribuía. Como se sabe, Hannah Arendt se opuso a este criterio: se empeñó en hacer de Eichmann un tipo precisamente normal, alguien que pudo haber optado por el bien en vez de por el mal, un mediocre. Con la valentía y con la obstinación que la caracterizaron, y enfrentándose a la opinión común, la pensadora celebró el discurrir del proceso, su pulcritud, y, más importante aún, delimitó el estado y consecuencias morales de la culpa que achacar al miembro de las SS.

Eichmann –insistió-- no era un degenerado patológico. Había que tomarse en serio sus pretextos porque, en vez de irresponsabilizarlo, servían para detallar lo banal de su maldad. En efecto, Eichmann era un tipo trivial, uno más entre millones, en Alemania o en cualquier otro lado, un esforzado ciudadano que no se metía en pendencias o violencias particulares, alguien que decía observar respetuosa y virilmente las costumbres y las tradiciones de su país y que se oponía a quienes –a su juicio-- las bastardeaban, un amante de su patria, un amigo en quien se podía incluso confiar, un vecino ejemplar, un eficaz, laborioso y modélico funcionario. De hecho, concluía Arendt, si había sido un eficiente organizador de las caravanas de la muerte, no se debió a ninguna inquina particular. Nada de eso. No había odio explícito ni ojeriza personal contra los hebreos; no había hostilidad expresa ni, por supuesto, --se exculpaba Eichmann ante el juez— los había hostigado, puesto que con alguno de ellos había llegado a tener trato amistoso, incluso cordial. Hanna Arendt hizo el esfuerzo doloroso y supremo de acercarse a uno de los máximos responsables del Holocausto, a sus pretextos, el empeño de intentar entender qué cosas podía haber en el alma –permítaseme una expresión antigua-- de quien se empecinó en ser un diligente funcionario de la muerte. Eichmann fue un ciudadano corriente que simplemente no se interrogó acerca de lo que hacía, del mal que ocasionaba, alguien que no sintió miedo o inquietud o desazón especiales: justamente porque con él no había reproche alguno, cargo que imputarle o con que afearle su conducta. Fue tan laborioso, obstinado, fehaciente en el cumplimiento de sus funciones letales, de los trabajos que le adjudicaron, que su tarea fue desempeñada con la frialdad impersonal de quien sabe cuáles son sus obligaciones y no se pregunta por la índole de las mismas, por sus consecuencias, por el reparto que a él le corresponde y por los efectos que se derivan de su aquiescencia, de su participación o de su silencio.

Estoy seguro de que verdugos así, cuyos rostros conocemos y cuyos actos tanto daño han infligido e infligen, no son una particularidad del proceso de descivilización que pudo darse en Alemania, no son consecuencia de una sociedad con un Estado tardío, no son producto de una ensoñación colectiva. Son tipos que se hacen a sí mismos renunciando a su dimensión moral. Si pudo haber tantos verdugos voluntarios en aquel país, por decirlo con Goldhagen, habría  que preguntarse por qué hubo también buenos alemanes que no sucumbieron a esa ignominia. Si la explicación de la descivilización es de índole colectiva y se basa en el sueño de un Reich fantaseado, habría que interrogarse por qué hubo patriotas que escaparon a la seducción de la violencia y la brutalidad. En cada uno de nosotros se libra un combate, que no es el de las armas, sino el de la elección propiamente moral; en cada uno de nosotros se libra bravamente la batalla contra la violencia, contra el terror, contra la indiferencia. La civilización no es sedimento de moral, sino su entorno, su escenario: podemos ser sofisticadísimos, dengosos, aquejados de vergüenzas y de reparos, súbditos de un Estado firme y bien asentado y, sin embargo, sucumbir a la seducción de la violencia. Que coincidieran tantos en la ensoñación de un Reich reparador y vengativo es algo que tal vez The Germans ayude a explicar, pero que hubiera alemanes con suficiente coraje moral como para no dejarse llevar por las solicitaciones de la brutalidad nazi es algo que la tesis de Elias no permite comprender. Tal vez sea ahora el momento de volver a leer Eichmann en Jerusalén; tal vez sea la hora de regresar a Hanna Arendt.

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

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